Escritos del santo

Oraciones
Homilías y algunos de sus escritos

Su devoción por la Eucaristía

Catedral de Milán, 9 de junio de 1583

Te adoramos, Ostia divina,
te adoramos, Cristo, Hijo del Dios viviente,
que te sacrificaste por nuestra salvación.

Tú, para ofrecernos una señal de tu inmensa caridad
respecto de nosotros,
nos ofreciste bajo la apariencia del pan y del vino
tu cuerpo divino como alimento
y tu preciosa sangre como bebida,
porque en esta Ostia, oh, Cristo santo,
tú estás presente, verdadero Dios y verdadero hombre.
«Realmente tú eres un Dios oculto» e invisible
que, bajo otras apariencias, eres recibido por nosotros visiblemente
y, así recibido, eliminas los pecados,
purificas las almas,
otorgas la gracia,
aumentas las virtudes
y nos guías hacia la verdadera grandeza.

Haz que sólo a ti se dirijan nuestro afecto
y nuestras obras;
que te busquemos sólo a ti
y que, tras haberte hallado, nunca,
ni por tentación ni el paso del tiempo,
nos separemos de ti.
De tal forma que se nos conceda pasar
de esta morada terrena
a aquella eterna del cielo.

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La importancia de la intercesión

Nerviano, 21 de agosto de 1583

Oh, Señor,
he aquí ante ti mis hijos,
y, junto a ellos, mi persona.

Todos, infinidad de veces, hemos ofendido a nuestros hermanos
y, lo que aún es peor,
te hemos ofendido a ti.
Nos arrepentimos, Señor,
de nuestra conducta
y deseamos repararla.

Pedimos perdón
a todos aquellos a quienes hemos ofendido
y nos postramos a sus pies para obtenerlo.

Y si alguien injustamente se ha encolerizado con nosotros,
provocando nuestra indignación con palabras y con acciones
nosotros, por tu amor, Señor,
ahora le perdonamos sinceramente.

Así, reconciliados, regresamos a tu altar
para presentarte nuestra ofrenda,
para inmolar ante ti nuestra voluntad,
aquello que más preciamos;
para sacrificarte nuestro corazón,
aquello que más precias.

Desde tu santo trono, Señor,
dígnate a aceptar nuestro sacrificio
y a mirar con ojos benévolos y misericordiosos
nuestros dones,
que, tal como son en verdad,
deben ser siempre tuyos.

Deseamos ofrecernos de nuevo a ti,
nosotros que somos obra de tus manos,
y que, en ningún lugar,
si no en tus manos,
podemos encontrar la completa seguridad.

Oh, Señor,
en tu majestad,
no desprecies nuestra humilde ofrenda,
porque, aunque sea poca cosa,
nosotros, en nuestra pobreza,
la ofrecemos con todo el impulso de nuestro corazón.

Si tú la aceptas,
nosotros seremos felices,
porque, tras habernos enriquecido
aquí en la tierra con tu gracia,
tú nos permitirás acceder a la morada celeste,
donde vives y reinas,
bendito, por los siglos de los siglos.

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Su contemplación de Jesús

Vercelli, 3 de septiembre de 1583

Oh, dulce Jesús,
amigo afectuoso, hermano, esposo,
¿es posible que haya quien no
se conmueva con tus palabras
y no se enternezca
viendo tus heridas y tu sangre?

¿Cómo puedo permitir que tú sigas llamando sin descanso?
Entra, entra en tu casa, en tu estancia:
aspérjame, lávame,
embriágame con tu sangre,
para que pueda estar siempre contigo
y jamás vuelva a alejarme.

Abre, oh Señor,
el oído y el corazón de tus fieles,
para que escuchen tus llamadas,
te busquen con urgencia durante toda su vida,
te hallen,
te lleven con ellos
y jamás dejen que te alejes:
te custodien en su interior como algo propio,
hasta el momento en que tú los conduzcas a tu reino,
donde gozarán eternamente.

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La importancia de la ejemplaridad

Vercelli, 5 de septiembre de 1583

Oh, Rey poderosísimo del cielo y de la tierra,
mi Señor y mi Dios,
en cuyas manos está todo el poder del cielo y de la tierra,
ante ti me presento,
yo, criatura indigna, que tantas veces te he ofendido.

Sé, Señor,
que has perdonado todas mis faltas,
has observado mis males,
me has salvado de la perdición,
me has colmado de misericordia y de gracia,
me has protegido con tu derecha
y has colmado todos mis deseos.

Y también sé que yo, a cambio,
he transgredido tantas veces tus órdenes,
no te he honrado debidamente
y he hecho tantas cosas que no apruebas;
reconozco mi pecado
y con ánimo suplicante y humillado
confieso «haber pecado contra ti»,
contra ti, el «único Señor altísimo sobre toda la tierra»,
mientras nosotros somos tu pueblo,
corderos de tu grey.

Deseo que a partir de ahora todos mis esfuerzos
se encaminen a complacerte.

Pero, «¿qué te ofreceré por todo aquello que me has dado?»
¿Qué ofrenda podría hacerte para devolverte todos tus beneficios?
Incluso «si me entregase en cuerpo y alma en tus manos,
nunca podría recompensarte por tu ayuda».

Pero he podido oír lo que deseas de mí
por lo que te entrego mi corazón,
te lo ofrezco completo:
que sea todo tuyo
y que no haya en él ningún otro amor
que no sea el que tú me inspires.

Señor,
haz de mí lo que desees:
si me quieres sano,
que yo esté sano;
si me quieres enfermo,
acepto todos los males;
si quieres prolongar mi vida,
que yo viva;
si decides mi muerte,
ésta me será grata.

Renuncio a cualquier deseo por una suerte o por
otra:
lo pongo a tus pies.
Sólo una gracia te pido:
ya que me has nombrado guía de un pueblo tan numeroso,
otórgame «esa sabiduría que envuelve tu trono,
envíala de los cielos santos y del reino de tu gloria,
para que me guíe y me asista en mi labor
y yo pueda saber qué te complace más.
me guiará con prudencia en mis acciones,
me protegerá con su poder:
de esta forma mis obras te complacerán
y yo guiaré con justicia a tu pueblo» (cfr. Sap. 9).

Así, sin alejarme jamás de tu voluntad, caminaré el primero por la senda de tus preceptos
y por ella guiaré a los fieles,
sabiendo que no debo vivir según mi deseo,
sino reconociéndome tu súbdito
y conformando mi voluntad a tu ley.

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Su devoción mariana

Catedral de Milán, 15 de enero de 1584

Oh, Madre indulgente,
desde el cielo, dirige tu mirada hacia nosotros
y contempla nuestra pobreza y miseria.

Nos falta el vino de la caridad y del fervor,
el vino que alegra a Dios y los hombres;
¡falta la piedad, falta la religión!

Dirígete, te suplico, al Hijo, diciéndole:
oh Hijo, ya no tienen vino,
aquellos que tú has querido que sean tus hermanos,
por quienes naciste y moriste,
que has deseado saciar con tu valiosísima
sangre […]

¡Pero he aquí que ahora todo se ha transformado
en el vino del amor y la suavidad!

Ahora están frías a veces incluso las almas,
pero, cuando Cristo se acerca,
se colman de caridad y fervor.

¡Oh, que cambio admirable
el de esta agua en vino! […]
María, Madre de la misericordia,
abogada del género humano,
implora por nosotros esta transformación
del agua en vino, del llanto en gozo:
pero contribuyamos también nosotros a sus plegarias,
ejecutemos con prontitud
las órdenes de Cristo,
a fin de experimentar en nuestro interior la fuerza de Dios.

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Su amor por la Iglesia

Catedral de Milán, 30 de marzo de 1584

Mira, Oh Señor, desde el cielo y contempla tu viña,
la santa Iglesia plantada, adornada y elevada
por la valiosa Sangre de tu Hijo
y mantente siempre presente,
para que formes un único ente con la Iglesia del cielo.

Y tú, Padre, por los méritos y las oraciones de tu Hijo,
mira propiciamente a tu siervo, el Papa,
pastor de tu Iglesia universal,
y benefícialo con la palabra y el ejemplo
y permítele alcanzar, junto a su grey, la vida eterna.

Vigila a todos los Obispos y Sacerdotes y al Clero
para que amen a su grey como Cristo nos ama a nosotros,
para que estén preparados a ofrecer la vida y a dar su sangre
por las almas que les han sido encomendadas,
y se consideren ministros y dispensadores de tus misterios.

Vigila finalmente, a través del rostro, el cuerpo, las llagas, la sangre
y la muerte de Cristo, tu Hijo Unigénito,
a todos los hombres de cualquier raza, grado y condición,
puesto que para todos y cada uno esa sangre fue vertida,
para que no dejen de santificar tu nombre,
de divulgar tu Reino y tu gloria,
y se haga en fin tu voluntad así en el cielo como en la tierra.

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Un único objetivo, el Amor

Catedral de Milán, 20 de mayo de 1584

Tú, oh Señor,
puedes levantar de las piedras a los hijos de Abraham.

Éste es tu oficio.
Aquí te presentamos y ofrecemos nuestros corazones,
sean como sean.

Recuerda las palabras
con las que prometiste aliviarnos
de este corazón duro y de piedra.

Extráenos nuestros corazones,
ofrécenos aquellos que te son gratos,
a fin de que deseemos únicamente tu voluntad,
a fin de amarte sólo a ti por encima de cualquier cosa
y logremos ser dignos de tu amor.

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Homilía al pueblo de Cannobio

16 de junio de 1583

«Quiero dirigir mi discurso a aquellos que no están calientes ni fríos, a los tibios y a quienes tienen el corazón dividido, y que en ciertos momentos creen y, cuando se les presenta la tentación intentan […] Cristiano, si el amor es un incentivo para el amor, si el amor es el precio del amor, si el amor exige amor, ¡qué amor te ha mostrado Cristo! […] ¡Qué dulce es la vida espiritual de aquellos que la buscan! Quien no lo experimenta, lo ignora.

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Homilía para el lavatorio de pies

Catedral de Milán, 27 de marzo de 1567

Debe compadecerse tanto la condición de los cristianos y la reducción del estado de la religión cristina que, a menudo, la gente se maravilla más por quien cumple con su deber que por quien lo deja a medias. Hay quienes consideran hipócrita, ¡ay de mí!, a quien se esfuerza por profesar una vida santa, por seguir el ejemplo de los santos, de Cristo. Uno de estos ejemplos, ya vislumbrado en muchos otros acontecimientos, nos lo legó con Lavanda dei piedi (Lavatorio de los pies), que los santos y el Señor de los santos practicaron con singular humildad, dejándonos un testimonio maravilloso y proponiéndonos un misterio profundísimo. […] Todo cuanto contiene el misterio de la Encarnación de Cristo nos enseña la humildad más profunda y nos muestra su amor inmenso. Descendió de los Cielos porque nos amaba; por nuestro amor se bautizó; por nuestro amor, ayunó; soportó la tentación, el sufrimiento, los insultos y la muerte.
El lavatorio de los pies nos propone asimismo y de forma admirable este amor por nosotros y, al mismo tiempo, enseña a sus ministros la modestia del alma. Por este motivo, el Evangelista dijo: «Jesús, al saber que había llegado su hora de dejar este mundo para reunirse con el Padre, amando a los suyos de este mundo, siguió amándoles hasta el final» (Juan 13, 1). Como si nos dijese: siempre mostré gestos y señales de un amor sincero, ahora no se aparta de su obra, con perseverancia y hasta el final, con sumo y perfecto amor. De esta forma, es manifiesta su sumisión al Padre y al cuidado de todos nosotros. […] Él, solo, lleva a cabo esta obra: solo vierte el agua, lava, seca. A todos nos ha dado un ejemplo de bondad, nos ha ofrecido una señal de su amor. […]
Aún más asombrosa se nos muestra la benevolencia del Señor: él veía y conocía la obstinación del traidor; pero no dejaba de ser benevolente con él e intentaba enternecer su corazón endurecido con todo tipo de gracias. Nos ha legado un ejemplo según el cual no debemos pedir desgracias para nuestros enemigos, sino su conversión: debemos intentar ganarlos, no perderlos. […] La figura de Judas, el traidor, nos debe permitir aprender que existen personas que se sientan a la mesa con Cristo con actitud amistosa, comen su pan, profesan ser sus discípulos fuera; en la intimidad, sin embargo, conspiran contra el Señor. Son quienes desean ser vistos como cristianos y se convierten en ministros de Cristo a través de las gracias y las dignidades eclesiásticas: no por un amor sincero, sino por lucro y avidez. […]

«No existe un discípulo superior al Maestro». Queridos hermanos, quedo confundido cada vez que comparo mi soberbia, que no soy más que polvo y cenizas, con la humildad del Señor. Él, que es Dios y Señor de los Ángeles, no ha despreciado servir a los pobres: con frecuencia, nosotros rechazamos ponernos al servicio de aquellos que son siervos como nosotros. El Hijo de Dios se levantó de la mesa para servir a los servidores que permanecían sentados: nosotros consideraríamos perjudicial para nuestra dignidad si un pobre compañero de servicio no sólo se sentara a la mesa con nosotros, sino simplemente se aproximara mientras comemos.

El Creador del cielo y de la tierra ha lavado los pies a los pobres discípulos; sin embargo, entre nosotros, cuántos preferirían lavarse los pies con vino más que ofrecer un vaso de agua fresca a un pobre.

Jesús llevó a cabo gestos de humanidad a favor de aquellos que lo traicionaban: nosotros negamos nuestro correcto servicio incluso a los amigos. […] Debe conmovernos, hermanos, la incongruencia de esta situación, y humillémonos junto al Señor, si deseamos ser enaltecido con él.

Sirvamos a los pobres, como lo hizo Él, si deseamos reinar con Él; lavémonos los pies los unos a los otros, si deseamos ser aceptados por Cristo entre sus discípulos.

Abracemos en esta vida a nuestro Señor y nos permitirá seguir a su lado en la gloria.

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Sobre las «Constituciones de los Obreros de la Doctrina Cristiana»

1577

La primera condición es que deberían ser de alguna forma la luz del mundo. Como luz para iluminar a los ignorantes con la Doctrina que a ellos les enseñarán, y con el buen ejemplo de la vida y de las costumbres buenas y santas, que a todos nosotros nos brindarán. Segunda: los hermanos de esta Compañía deben señalarse en este amor hacia Dios y de él estar inflamados y encendidos. Tercera, es necesario demostrar un gran celo por la salvación de las almas recobradas con la valiosa sangre de nuestro Salvador Jesucristo. Cuarta, es necesario que tengamos una apasionada caridad respecto de todos aquellos que son nuestros vecinos. Quinta, con la idéntica caridad con la que acogen y enseñan a aquellos que se acercan para aprender en sus escuelas, deben intentar y esforzarse en atraer hacia las Escuelas a quienes no vienen. Sexta, los hermanos deben entender y saber a la perfección las cosas que se comprometen a enseñar a los demás. Séptima, es muy necesaria su paciencia. Octava, deben ser muy prudentes para adaptarse en todo momento a las capacidades de cada persona, empequeñeciéndose, según el consejo de San Pablo, con los pequeños y enfermándose con los enfermos. Novena, es necesario que cada uno se preocupe por realizar bien su tarea, sin ahorrar energía; y si, casualmente, a alguno de ellos le resulta excesivamente difícil contener en sí mismo todas las cualidades más arriba indicadas, no debe paralizarse por el miedo y, consiguientemente, echarse atrás, o dejar de comprometerse en esta obra, sino, confiando en la ilimitada bondad de Dios, armarse de valor y con humildad pedirle aquello que precise para ejercer bien su tarea.

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Homilía para el Corpus Christi

Catedral de Milán, 9 de junio de 1583

«¡Qué dulce es tu Espíritu, Señor! Para mostrar ternura hacia tus hijos, donándonos un Pan desde el cielo, has colmado de bondad a los hambrientos y has despojado de sus bienes a los ricos». Estos versos canta hoy la Santa Madre Iglesia con ocasión de la solemnidad del Corpus Christi, mientras honra la memoria de un don tan maravilloso. ¿Cómo deberemos saborear esta dulcísima memoria de Dios, en la que se muestra su amor infinito por los hombres. […] ¡Qué maravillosa profundidad la del amor! Aquellos te están preparando la muerte, oh Cristo, y tú lo sabes; pero piensas en su vida. Te están acorralando con insidias y tú decides liberarlos de las ataduras del demonio. ¿De qué debo sorprenderme? ¿De la ingratitud del traidor o de tu benevolencia? Siempre has amado a los hombres, hasta tal punto que con derecho has afirmado: «Vine a traer el fuego a la tierra y cómo desearía que ya hubiese prendido» (Lc 12, 49). ¡Cómo lo has deseado, cómo te has prodigado por ello, cuántos medios y herramientas has empleado! […] Durante su vida se entregó a nosotros como compañero de camino; en la muerte, como precio de nuestra redención; en el momento de despedirse de nosotros, se ofreció como alimento en el Santísimo Sacramento, prometiendo, al final, ofrecerse a la gloria del cielo. Con razón podemos exclamar con el rey, el profeta David: «¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria y el hijo del hombre para que lo protejas?» (Salmo 8, 5). Tú, que nada precisas, a quien pertenecen el cielo y la tierra, ¿qué ventaja, qué honor, qué gloria puedes esperar del hombre, para que desees con tal pasión ser honrado por él? Hijos, ¡debemos conocer la inmensidad del amor de Dios!

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Homilía en el siguiente domingo a la fiesta de Pentecostés

Catedral, 12 de junio de 1583

«Mientras Jesús se sentaba a la mesa en casa, muchos publicanos y pecadores…» (Mateo 9, 10). Almas dilectísimas, esta mañana el Evangelio nos narra el banquete ofrecido a Nuestro Señor Jesucristo en la casa de Mateo; asistieron muchos publicanos y pecadores, se sentaron a la mesa atraídos por el ejemplo de Mateo, cuyo cambio de vida y repentina conversión admiraban. Mateo, a la simple orden de Cristo: «¡Sígueme!», se convirtió en su discípulo. Estos mismos se sentían atraídos por la enseñanza de Cristo, el único que tenía palabras de vida eterna. […] ¿A quién, yo, pobre e indigno, me acerco? ¿Quién es aquel al que recibo? ¿Qué voy a hacer? He decidido alimentarme de Aquél que ha creado el Cielo y la tierra con una palabra; por cuya providencia todo es recto y está gobernado; que con un gesto podría reducir todo a nada; que posee todos los dominios en el Cielo y la tierra, a quien el Padre ha otorgado el poder de juzgar todo; ante cuyo nombre se flexionan todas las rodillas en el cielo, en la tierra y en los infiernos; ante el cual incluso en los ángeles hay imperfección […] Por ello, me acerco para alimentarme de su Persona, a la que tanto debo, que me ha amado hasta el punto de dar su vida por mí y soportar la muerte para ofrecerse como alimento. Yo me aproximo para nutrirme de este Pan. […]

¡Aquí se habla de nuestra vida! A aquellos que se alimentan de Él, el Señor, en verdad, les promete la vida eterna. Dice: «Si uno come de este pan, vivirá eternamente» (Juan, 6, 52). La Eucaristía se instituyó justamente por esta razón, para ser alimento. […]

Igual que en un candil la mecha se mantiene encendida por el aceite y la mecha consume el aceite apagándose el primero si no se añade el segundo, de la misma forma ocurre con aquel candil que es el alma. […]

Consideremos el nacimiento y el florecimiento de la Iglesia primitiva, cómo se difundió y extendió rápidamente. La única causa posible fue que los cristianos de aquel tiempo eran asiduos de la Fracción del pan (Hechos 2, 42). El pueblo se comunicaba todos los días y ¡cómo crecía la Iglesia por ello! Cómo se difundía la Iglesia, cuánta libertad interior al anunciar el Evangelio, cuánta constancia al soportar las persecuciones, cuánto celo al enfrentarse a la muerte, cuánto desapego de las cosas humanas y de la vida misma. […]

La ruina de las ciudades y de los países halla aquí su raíz: los nobles mueren de hambre, los magistrados no quieren comer porque desaprueban la frecuente ingestión de la Santísima Eucaristía, humillan a quienes se comunican frecuentemente, los definen hipócritas y los llaman simuladores de santidad: así la gente les sigue. […] Siempre hay quien dice: «Me comunico a menudo pero me quedo frío, o tibio: me cuesta reconocer en mí las ventajas». Pero justamente éste es el fruto, reconocer tu frialdad, tu enfermedad. ¿Y quién podría quitártela más eficazmente sino la Gracia y el donador de la Gracia, Cristo? Cada día cometes pecados (como dice San Ambrosio); ¡recíbelo diariamente! […]

Conozco a otros que, con mucha probabilidad, afirmarán no aprobar la Comunión frecuente por el respeto que sienten por un Sacramento tal elevado. También éstos se equivocan: los caminos del Señor son muy diferentes de los caminos del hombre. Si bien es cierto que la excesiva familiaridad entre los hombres genera la falta de respeto, frecuentar a Dios, sin embargo, engrandece, cada día, el respeto por Él.
[…]

Pero no basta con recibir a Cristo: debéis conformar con Él vuestra vida. No basta con haber sido henchidos con el don del Espíritu Santo, si éste no se aprovecha: «Si vivimos por tanto del espíritu Santo, caminamos a través del Espíritu Santo« (Gálatas 5, 25) Apartaos de las «obras de la carne: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, brujería, enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, sectas, envidias, embriagueces, orgías y demás cosas del género» (Gálatas 5, 19).

Hijos, que el Señor os conceda ahondar en el Espíritu, producir frutos del Espíritu: caridad, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad. Viviendo en el Espíritu, podéis caminar por el Espíritu.

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Homilía en el siguiente domingo a la fiesta de Pentecostés

Catedral, 12 de junio de 1583

«Mientras Jesús se sentaba a la mesa en casa, muchos publicanos y pecadores…» (Mateo 9, 10). Almas dilectísimas, esta mañana el Evangelio nos narra el banquete ofrecido a Nuestro Señor Jesucristo en la casa de Mateo; asistieron muchos publicanos y pecadores, se sentaron a la mesa atraídos por el ejemplo de Mateo, cuyo cambio de vida y repentina conversión admiraban. Mateo, a la simple orden de Cristo: «¡Sígueme!», se convirtió en su discípulo. Estos mismos se sentían atraídos por la enseñanza de Cristo, el único que tenía palabras de vida eterna. […] ¿A quién, yo, pobre e indigno, me acerco? ¿Quién es aquel al que recibo? ¿Qué voy a hacer? He decidido alimentarme de Aquél que ha creado el Cielo y la tierra con una palabra; por cuya providencia todo es recto y está gobernado; que con un gesto podría reducir todo a nada; que posee todos los dominios en el Cielo y la tierra, a quien el Padre ha otorgado el poder de juzgar todo; ante cuyo nombre se flexionan todas las rodillas en el cielo, en la tierra y en los infiernos; ante el cual incluso en los ángeles hay imperfección […] Por ello, me acerco para alimentarme de su Persona, a la que tanto debo, que me ha amado hasta el punto de dar su vida por mí y soportar la muerte para ofrecerse como alimento. Yo me aproximo para nutrirme de este Pan. […]

¡Aquí se habla de nuestra vida! A aquellos que se alimentan de Él, el Señor, en verdad, les promete la vida eterna. Dice: «Si uno come de este pan, vivirá eternamente» (Juan, 6, 52). La Eucaristía se instituyó justamente por esta razón, para ser alimento. […]

Igual que en un candil la mecha se mantiene encendida por el aceite y la mecha consume el aceite apagándose el primero si no se añade el segundo, de la misma forma ocurre con aquel candil que es el alma. […]

Consideremos el nacimiento y el florecimiento de la Iglesia primitiva, cómo se difundió y extendió rápidamente. La única causa posible fue que los cristianos de aquel tiempo eran asiduos de la Fracción del pan (Hechos 2, 42). El pueblo se comunicaba todos los días y ¡cómo crecía la Iglesia por ello! Cómo se difundía la Iglesia, cuánta libertad interior al anunciar el Evangelio, cuánta constancia al soportar las persecuciones, cuánto celo al enfrentarse a la muerte, cuánto desapego de las cosas humanas y de la vida misma. […]

La ruina de las ciudades y de los países halla aquí su raíz: los nobles mueren de hambre, los magistrados no quieren comer porque desaprueban la frecuente ingestión de la Santísima Eucaristía, humillan a quienes se comunican frecuentemente, los definen hipócritas y los llaman simuladores de santidad: así la gente les sigue. […] Siempre hay quien dice: «Me comunico a menudo pero me quedo frío, o tibio: me cuesta reconocer en mí las ventajas». Pero justamente éste es el fruto, reconocer tu frialdad, tu enfermedad. ¿Y quién podría quitártela más eficazmente sino la Gracia y el donador de la Gracia, Cristo? Cada día cometes pecados (como dice San Ambrosio); ¡recíbelo diariamente! […]

Conozco a otros que, con mucha probabilidad, afirmarán no aprobar la Comunión frecuente por el respeto que sienten por un Sacramento tal elevado. También éstos se equivocan: los caminos del Señor son muy diferentes de los caminos del hombre. Si bien es cierto que la excesiva familiaridad entre los hombres genera la falta de respeto, frecuentar a Dios, sin embargo, engrandece, cada día, el respeto por Él.
[…]

Pero no basta con recibir a Cristo: debéis conformar con Él vuestra vida. No basta con haber sido henchidos con el don del Espíritu Santo, si éste no se aprovecha: «Si vivimos por tanto del espíritu Santo, caminamos a través del Espíritu Santo« (Gálatas 5, 25) Apartaos de las «obras de la carne: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, brujería, enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, sectas, envidias, embriagueces, orgías y demás cosas del género» (Gálatas 5, 19).

Hijos, que el Señor os conceda ahondar en el Espíritu, producir frutos del Espíritu: caridad, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad. Viviendo en el Espíritu, podéis caminar por el Espíritu.

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Sermón V a las Religiosas Angélicas

Milán, 10 de junio de 1583

Este tiempo sagrado de la octava del Corpus Christi, queridísimas hijas, nos habla continuamente de amor. Estos días santos, en los que recordamos el amor ilimitado que Dios mostró respecto de sus criaturas, hasta entregarse como alimento y sustento de sus almas, nos invitan a amar. En los oídos y los corazones devotos, resuena, en todas partes, esta palabra: amor.[…] Queridísimas, ¡qué gran acto de amor fue aquel! Y ciertamente, si nosotros, tras haber renunciado al mundo, confiado a Dios nuestra voluntad, entregado en sus manos toda nuestra vida; si vosotras que habéis llevado a cabo la santa profesión mediante los tres votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia, mediante la cual habéis sacrificado vuestra voluntad y a vosotras mismas a Dios, de forma que pueda decirse que ya no os pertenecéis más; si con todo esto –digo– una leve enfermedad que sobrevenga, una palabra grosera, una pequeña humillación, una pizca de menosprecio, son suficientes para apartarnos de Dios, para arrebatarnos el placer de la oración, de la meditación del Oficio Divino, de las lecturas sagradas y, para resumir, son suficientes para alejarnos de cualquier práctica santa y pía, ¿qué pensamientos, qué consideraciones no habrían podido ocupar la mente del Señor Jesucristo? Y sin embargo Él se olvida de sí mismo, aparta el pensamiento de la muerte inminente y se dedica a consolarnos […] Oh queridísimas hijas, ¿qué amor fue aquel? […]… Nunca olvidéis que el Señor nació por vosotras: que sea ésta la dedicatoria escrita en vuestro corazón, que sea éste el sello de vuestras obras y reflexiones. Repetíos frecuentemente: Si el Señor se me entregó completamente, ¿cómo no ofrecerme a Él por entero? […] Esto es lo que Dios espera de nosotros. ¿Acaso el Señor sólo quiere vuestro oro, vuestra plata o vuestras riquezas? ¡No! ¡Quiere vuestro corazón, nuestro corazón! Y es éste, por tanto, el que debemos entregarle, queridas hijas; le consagramos, con grandeza de ánimo, los afectos, los deseos, toda nuestra voluntad y capacidades; liberados de todos los lazos terrenales, fortificados con el alimento de su divino Cuerpo, podremos progresar prontamente y con gozo hacia la patria celestial que el Señor nos conceda.

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Homilía para la toma de hábito de una religiosa

Milán, 30 de mayo de 1584

Te lo repito: ¿cuándo sabrás comprender, al menos en parte, este inmenso bien, este exagerado amor? Tener ante los ojos este espectáculo divino, el Santísimo Sacramento […], poderlo disfrutar y aprovechar en cualquier momento; ¡recibir plenamente ayuda, consuelo, ánimo! […] un tiempo henchido de amor! Por doquier llueven las gracias: para que todo se resuelva con alegría, júbilo, regocijo y felicidad. ¡Oh amor inconmensurable del Señor! «¿Con qué me presentaré ante el Señor?» (Mic 6, 6), decía un siervo tuyo: ¿qué podré ofrecer al Señor que sea digno de Él? […] Me entregaré a mí mismo como gesto de reconocimiento de este amor tan singular. Entiendo que no puedo ofrecerle nada más apropiado que mi persona y por ello me entregaré, pagando vida con vida. Aunque este precio sea muy inferior al coste y al valor de su vida, el Señor está igualmente contento. No quiere que busquemos fuera de nosotros aquello que pueda demostrarle nuestro reconocimiento: está satisfecho con aquello que está en nuestro interior, más aún, se regocija con ello, se alegra, se complace. […] Ahora debéis reavivar de nuevo el deseo de la vida consagrada, bendecir ese propósito de abrazarla que, un día, manifestasteis, abrazarla con alegría y amor renovado. […] Debéis despertar, dilatar e inflamar el corazón, alzar el alma a las cosas del cielo, debéis entregaos realmente a la majestad divida; no debéis preocuparos ni pensar en otra cosa, ni sentiros en sintonía con otros que no sea vuestro Esposo, único Señor y Dios. Si le tenéis a Él, ¿qué os puede faltar? ¿Qué otra cosa podéis desear? […] Dios quiere un amor sincero, limpio, libre, que con pureza y sinceridad tienda sólo a Él. Si el corazón está realmente con él y es sólo para él, estará alegre, feliz, calmado, tranquilo, henchido de paz infinita. No podría ser de otra forma al haber respondido y colocado en Dios todas sus esperanzas, sus deseos y todo él: «Mi corazón y mi carne exultan en el Dios viviente» (Salmo 84, 3). Mi corazón, mi carne, mis sentidos, mis fuerzas han exultado solamente en mi verdadero y único Dios: él es todo mi amor; no cuido nada más, no pienso en nada más, no deseo otra cosa más que a Él: «¿A quién más tendré para mí en el cielo? Aparte de ti, nada anhelo sobre la tierra».

Cuán a menudo, hijas queridísimas, deberéis rendir testimonio a Dios: Señor, éste, mi corazón, es todo tuyo, sólo te ama a ti, sólo a ti te desea, no quiere nada más que a ti; atráelo hacia ti, Señor, y logra que de ti se enamore perdidamente.

Éste es vuestro deber, queridísimas hermanas, al cumplirlo deberéis sentir el mayor gozo, la mayor satisfacción. […] ¡Qué la divina majestad os lo conceda!

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Durante el primer Sínodo Provincial

15 de octubre de 1565

Los sacerdotes deben esforzarse en no desviarse del modo recto de vivir según manda su oficio; no deben perseguir nada para su propio provecho que no sea sencillo, casto y puro; a fin de ofrecer a los demás aquellos ejemplos de modestia, frugalidad, benignidad y santa humildad que nos hacen dignos ante los ojos de Dios, y de cualquier otra virtud, pues, de hecho, no existe una forma más fecunda de educar y de alimentar que comprobar con la coherencia y la inocencia de la vida aquellas cosas que se dicen; y todo aquello que éstos enseñan a los demás con las palabras, expresan ellos mismos con sus acciones, sin perseguir lo propio, sino lo que pertenece a Jesucristo. […] Recordemos siempre que somos padres no patrones.. […] Propongámonos, os lo ruego, padres, la santidad de vida (de nuestros padres) y su sabiduría en el ejercicio de nuestra labor. Aquellos eran íntegros, castos, sencillos, modestos, humildes; estaban bien arraigados en la oración, perseveraban en la lectio, sin condicionamientos de familiares, entregados con el corazón y el pensamiento a la salvación ajena, generadores de bien con el consejo y la acción, hospitalarios, sobrios en la morada y en el alimento, generosos, en cambio, respecto de los otros: eran vigilantes de su grey (Lucas 2, 2), cultivando y custodiando la viña del Señor con diligencia y compromiso. Apacentaban con asiduidad a su rebaño, con el alimento de la salvación, con la palabra, con el ejemplo, con los sacramentos; conscientes de que debían imitar al sumo Pastor, Cristo, que vertió su sangre y entregó su vida por todo su rebaño.

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Monitiones durante el cuarto Sínodo Provincial

10 de mayo de 1576

Queridos hermanos e hijos de Cristo, en primer lugar recordad siempre vuestra vocación, a la que se dignó a llamaros nuestro Señor. Recordadlo siempre y armaos de virtudes para que los demás vean cómo refulge vuestra santidad casi como una luz resplandeciente. Pues si ésta es demandada en sumo grado a los demás cristianos, ciertamente en vosotros, que sois ministros de los misterios de Dios y dispensadores de la gracia divina, debe ser aún mayor. Y como habéis sido separados (alejados: seiuncti) del resto de mortales en virtud del orden sagrado, también debéis serlo de la vida normal (communis) del resto de fieles, y cumplir en cualquier acto este elevado y exigente tipo de vida, al que habéis sido elevados con la dignidad del Orden sagrado. Debéis expresar en vuestros hábitos una vida tan celeste, como si fueseis ángeles de Dios en la tierra, que de vosotros emane hacia todos el ejemplo de las virtudes divinas. Haced que crezca entre vosotros la unidad de la concordia de los ánimos, un único espíritu entre vosotros, a fin de dedicaros al culto divino, a la meditación de las cosas celestiales, a la oración, al estudio de la Palabra de Dios y de la Iglesia; entonces, despojados de las preocupaciones seculares y vanas, ajenos a cualquier vicio, caminaréis fácilmente por el camino del Señor. Por encima de cualquier otra cosa, abrazad con todo el entusiasmo la caridad, que es el fundamento y el alimento de todas las virtudes (seminarium omnium virtutum). Cultivad la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la justicia, la templanza, y el resto de cosas necesarias para la piedad cristiana. Todo aquello que es verdadero, honesto, santo y religioso, todo esto pensadlo y hacedlo. Esforzaos no sólo por dejar ver, sino por expresar con el máximo esfuerzo las virtudes de los santos Padres, sobre todo aquellas que nos legaron para que les imitásemos. Como ellos, aplicaos a la abstinencia y los ayunos y la disciplina eclesiástica; tended con gozo a una vida casta; sedientos de la patria celeste, servid a Dios con el oficio asiduo de las alabanzas divinas y permaneced en la iglesia, como si fuese casi vuestra única (perpetua) morada de sacerdote y eclesiástico.

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Homilía para la ordenación de los presbíteros

Catedral, 24 de mayo de 1578

(Los sacerdotes) deben resplandecer como candiles ante los demás, por su pureza doctrinal e integridad de vida; deben poder desarrollar su tarea de velón para la que Cristo, nuestro Señor, los quiso y eligió: no deben estar vinculados a las preocupaciones materiales; han de mantenerse libres de los deleites de la carne, deben evitar llenarse con la mentalidad mundana, no deben tender de ningún modo a los bienes pasajeros y caducos que no son bienes verdaderos; no deben someterse a turbaciones del ánimo; deben, en cambio, estar serenos, propender al prójimo; han de reposar en el Señor y centrar su ánimo en la contemplación de los misterios divinos a fin de hallar en todo momento las cosas celestiales, no las terrenales, y poseer la perfecta sabiduría. … ¡Sed santos también vosotros, queridísimos hermanos! No os ceguéis, no cojeéis, no caigáis en la indiscreción, evitad las taras en las manos o el pie, en el corazón; no ofusquéis vuestros ojos, no caigáis en el vicio de la presunción, de la sarna de la lujuria, de la plaga de la avaricia; no seáis indulgentes con los deseos, no participéis de los pecados ajenos. Cultivad, en cambio, la santidad en vuestro corazón, en las palabras, en las obras; debéis ser perfectos bajo cualquier aspecto, para recibir dignamente el Santísimo Sacramento del Orden y quedar colmados con los dones del espíritu Santo, por la gracia divina. No os complazcáis sólo con vuestro progreso en el camino hacia el Señor, en la vía de la virtud; esforzaos para que el resto de personas se santifiquen a través de vuestro ejemplo y vuestra palabra. Caminando ágilmente por la senda de la vida hasta el monte del Señor, podéis alcanzar felizmente la ciudad santa de Sión para disfrutar eternamente de la visión del rostro del Dios Todopoderoso. Con ella , Él embriaga a sus fieles servidores, colmándolos ilimitadamente de todos los bienes.

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A los Párrocos y Predicadores

Milán, Arzobispado, 3 de junio de 1584

Hemos tratado cómo estimularnos recíprocamente para ejercer el cuidado y el cumplimiento atento de nuestros deberes pastorales. Hoy querría que nos esforzáramos para descubrir de qué sueño debemos despertar, ya que es específico de nuestra misión y de nuestro ministerio. Las Sagradas Escrituras nos recuerdan muchos tipos de sueño espiritual. […] El primer sueño es la ignorancia. Oh, ignorancia, enemiga de los sacerdotes, cuán perjudicial eres para ellos, cuán inconveniente! El sacerdote tiene en sus manos almas; su tarea es apacentar al pueblo que le ha sido confiado con la doctrina y su ejemplo; enseñar la ley de Dios, dar leche y alimento sólido y ofrecer un nutrimento proporcionado a cada cual. ¡Cuántos obstáculos impone la ignorancia para ello! ¡Cuán severamente será juzgado el sacerdote incapaz de cumplir sus tareas pastorales! Creedme: nadie es suficientemente sabio para soportar dignamente el peso de su ministerio. ¿Cómo podrán enseñar a los demás la vida recta, si ellos mismos la ignoran? […] Cuando un sacerdote deja espacio para sus propios intereses y no a los de Cristo, todo va mal. Calla, cuando en cambio debería reprender; tolera, no toma partido, disimula los pecados; altera todas las sanciones penales. Por todo ello, los hombres, mal guiados, se encallecen en los pecados. […] Aquellos a cuyo cuidado están las almas y se presentan como ejemplo para el pueblo que le ha sido confiado y a cuyo ejemplo muchos conforman su vida, deben resplandecer más que nadie a través de sus rectas obras. No obstante, si el sacerdote y el párroco, que es como el ojo de la parroquia, está inmerso en las tinieblas, ¿en qué condiciones se hallará la casa? Si la sal se hace insípida, ¿con qué se condimentará? Si aquel que debe poner unos cimientos sólidos, erudición, luz, indicaciones, está afectado por gravísimos males, ¿cómo será posible cuidar a los parroquianos? […] Decidamos firmemente ser servidores de Dios: no hemos sido invocados a la calma y al reposo sino al trabajo apostólico. Reconozcamos nuestra llamada, qué comporta el fervor por las almas; abracemos seriamente este encargo tan arduo. Intentemos ser útiles con las palabras, con el ejemplo, con las exhortaciones y las órdenes, gobernando y administrando la iglesia con rectitud, a fin de que el pueblo pueda ver que nuestro ministerio complace a Dios.

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Durante su último Sínodo Diocesano

15 de abril de 1584

Todos somos débiles, cabe admitirlo, pero el Señor Dios pone a nuestra disposición medios que, si lo queremos, pueden lograr grandes resultados. Sin ellos, sin embargo, será imposible confiar en el compromiso de nuestra vocación. Pongamos como ejemplo el caso de un sacerdote que reconozca deber ser sobrio, dar ejemplo de hábitos severos y santos, pero que después rechace cualquier tipo de mortificación, que no ayune, no rece, se complazca con las conversaciones y las prácticas poco edificantes; ¿cómo podrá estar a la altura de su oficio? Habrá quien se lamente de que, cuando entra en el coro para salmodiar, o cuando celebra la Misa, su mente se puebla de distracciones miles. Pero, antes de acceder al coro o de iniciar la Misa, ¿cómo se ha comportado en la sacristía? ¿Cómo se ha preparado? ¿Qué medios ha predispuesto y usado para mantener el recogimiento? ¿Deseas que te enseñe a aumentar tu participación interior en la celebración coral, a complacer aún más a Dios con tu alabanza y a progresar en el camino de la santidad? Escucha cuanto te digo. Si una chispa del amor divino ya prendió en ti, no la apagues de improviso, no la expongas al viento. Mantén cerrado el hogar de tu corazón para que no se enfríe y no pierda calor. Huye de las distracciones siempre que puedas. Mantente recogido con Dios y evita las charlas inútiles, de esta forma, día tras día, aumentarán tus fuerzas para generar en tu seno y en los demás al Señor Jesucristo. De lo contrario, si no empleas los medios necesarios, si no buscas las fuerzas, siempre serás estéril y, aunque concibas en el útero, engendrarás un aborto y no podrás parir. ¿Tu mandato es predicar y enseñar? Estudia y busca aquello que te es necesario para desempeñar plenamente esta tarea. Ofrece siempre un buen ejemplo e intenta ser el primero en todas las cosas. Predica sobre todo con la vida y los hábitos para que [no ocurra que] viéndote decir una cosa y hacer la contrario, mofándose de tus palabras, sacudan la cabeza. ¿Debes cuidar almas? No te descuides por ello y no te entregues a los otros tan generosamente que no quede nada de ti para ti mismo. De hecho, es un deber que recuerdes a las almas que te fueron confiadas, pero sin olvidarte de ti mismo. Recordad, hermanos, que no hay nada más necesario para los eclesiásticos que la meditación, que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones: «Cantaré y meditaré, dice el profeta» (Sl 100, 1). Cuando administres los sacramentos, hermano, medita lo que estás haciendo; cuando celebres la misa, medita lo que ofreces. ¿Salmodias en el coro? Medita lo que dices y qué dices. Si guías a las almas, medita de qué sangre han sido lavadas; y «haced todo en estado de caridad» (1 Corintios 16, 14). De esta forma, podremos superar fácilmente las dificultades que nos acechan, innumerables, todos los días: ésta es nuestra condición. Así dispondremos de las fuerzas para parir a Cristo en nuestro interior y en el de nuestros hermanos.

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